Y ahí estábamos, dos desconocidos
compartiendo un vagón del tren de las cinco, sin
cruzar palabra alguna, ni siquiera ante el inminente deseo de pronunciar
nuestros nombres. Tenía miedo; miedo de decirle que lo amaba y que
se burlara de mí; un recelo extremo de
demostrarle que era una tonta
que había estado esperándolo durante todo este tiempo y a
la vez un angustiante desasosiego de declararle mis
sentimientos y que luego de ser revelados, estos no fueran correspondidos. Pero él también tenía miedo, aunque
no entendía muy bien de qué.
Quizás aunque el camino nos unió, su destino era otro.
Quizás aunque el camino nos unió, su destino era otro.